Raúl Herrero
(Zaragoza, 1973)
Editor y autor dramático, sus últimos poemarios
son “Officium Defunctorum” (2005, publicado en bilingüe castellano-francés en
2010), “Los trenes salvajes” (2009) y “Sombra salamandra (Poesía supersónica)
en 2016. Es autor del libro de relatos “Así se cuece a un hombre” (2001) y el
ensayo-dietario “El Éxtasis” (2002). Fue director y fundador de la colección de
poesía El último Parnaso (1993-1998). Ha realizado varias antologías, entre
ellas “La luz escondida -Una poética de los ángeles-“
(2010), “Arrabal 80” (2012), “Breve Antología Poética de Antonio Fernández
Molina” (2013) y “Credo quia confusum” (2016). Ha sido traducido al inglés, italiano, danés,
francés, islandés y búlgaro. Ha colaborado en prensa y revistas literarias, y
muestra su obra plástica en exposiciones colectivas e individuales.
¿De qué le salva la poesía?
En todo caso la poesía me
condena. La poesía es maldición no bendición. Aunque en el trasunto de la
realidad, o de lo que nosotros creemos la realidad, se penetra mejor con el don
poético, que no es otro que el de la videncia y la sublimación de contrarios coagulados
en un solo gesto. En primer lugar, la poesía me ha concedido la posibilidad de
ser un inadaptado, un clochard, un outsider; una intimidación que se
acrecienta en mi complacencia por los heterodoxos más ortodoxos de la
literatura: benditos, santos, locos, vanguardistas sin camisa ni etiquetas, los
más salerosos y avezados del lugar; lo que no es tradición es traición (a
menudo se confunde la tradición con el folclore, que es su reverso tenebroso). Ahora bien… mi gata, doña Concha, con
la que mi familia y yo compartimos vivienda y “proyecto de vida” (como dicen
los más horteras de la villa), me rescató de las garras y arañas de la muerte
una noche. El animal me despertó saltando sobre mi vientre, en mitad de un mal
sueño que se tornó vomito afinado y desmesurado; de no haberlo hecho
probablemente hubiera cruzado el umbral asfixiado en mi propio descomer, como
una estrella de rock (lo que es una vulgaridad). Por eso, y por muchas otras
cosas, dedico a mi gata doña Concha mi último poemario publicado, hasta la
fecha, no sé hagan ilusiones, Te mataré
mientras vivas y otros poemas (Coronación supersónica), cuya manifestación
material ha tenido ha bien producirse en Pregunta ediciones.
¿Un verso para repetirse siempre?
Lo tengo
difícil. Muchos me vienen a la mente durante el día, la noche y la inmediatez.
Pero hay uno de mi maestro Antonio Fernández Molina que vuelve a mí a menudo:
«Cada día que pasa el tiempo pesa», pertenece a su libro Platos de amargo alpiste, publicado en 1973. También recuerdo a diario el poema “Cristo
Cristal”, de Juan Eduardo Cirlot.
¿Qué libro debe estar en todas las
bibliotecas?
Algunos libros deberían adentrarse en
las bibliotecas para no salir nunca. Otros, en cambio, podrían añadirse a los
anaqueles para que los visitaran propios y extraños. En el terreno de la poesía
española del siglo XX los ninguneados Eduardo Chicharro y Antonio Fernández
Molina podrían entrar en las bibliotecas y en el canon de una puñetera vez;
pero, desde luego, lo que no puede perdonarse bajo ningún concepto en una
biblioteca es que no incluya al menos dos pares de todos los libros publicados
en mi editorial: Libros del Innombrable. Luego podemos añadir La Biblia, uno de
los volúmenes más entretenidos que he leído.
Amor, muerte, tiempo, vida…, ¿cuál es el
gran tema?
Todos ellos. Creo como Robert Graves que
«todo poema de amor es una loa a la diosa blanca». Pero esos asuntos también
pueden tratarse desde el humor. Es triste pretender la originalidad a toda
costa. Pero es mucho más sonrojante la pomposidad manida, la repetición de los
mismos temas del mismo modo. He oído que hay poetas que se atreven a enmendar
los poemas de otros diciendo que donde pone digo deberían haber puesto diego.
Pero no caen en la cuenta que es muy posible que el autor evitara la palabra
que ellos proponen porque les pareciera demasiado evidente. También los hay que
afirman que tal sustantivo jamás debe ir acompañado por tal adjetivo. Es decir,
que son anti-poetas, pero no como Nicanor Parra, sino como un desdentado que roe
pan duro.
¿Qué verso de otro querría haber escrito?
Algunos cientos. No sé… Los poemas
órficos, por ejemplo. Todos los anónimos medievales… y los de Vicente Huidobro…
y los de Hildegarda de Bingen, en especial su poesía musical.
¿Escribir, leer o vivir?
¿En serio me pregunta
tamaña desvergüenza? La vida es leer y escribir. Cuando juego con mi hijo leo
en las palmas de sus manos legendarias epopeyas como los doce trabajos de Heracles.
Si me pierdo en los iris fantasmagóricos de mi pareja-esposa (si se me permite
esta extravagancia) Esther de inmediato contemplo la figura de Gilgamesh que
avanza a grandes zancadas. Si uno se toma la vida demasiado en serio está
perdido; y digo seriedad porque a ésta se la confunde con la gravedad. El que
muere jugando gana. Desprecio la vida, tal como se entiende en nuestra época,
con esa idea del éxito y del trabajo absolutamente repugnantes. Y, si me lo
permite, le daré una primicia mundial: “Todo eso es mentira”. El triunfo no es
nunca el de la voluntad, sino el voluntarioso conocimiento destinado a aprender
a morir, dormir, ¿tal vez planear? ¿Se enciende la llama en el huevo o mis ojos
atraviesan las paredes? Me siento en primer lugar lector, luego todo lo demás
por añadidura. Escribir es interpretar. ¿Cómo puede lanzarse un violinista a
trasladar una partitura a las cuerdas de su instrumento si primero no ha
aprendido a leer los diagramas musicales? ¿Cómo puede un poeta lanzarse a
escribir sin haber leído al menos tres mil docenas de libros? ¿Sabe que hay de
nuevo? Góngora. Es más moderno, en el sentido de nuevo y de trasgresor, no de
modernidad —ese invento despreciable— que la mayoría de los poetas. Por
desgracia al lector contemporáneo Góngora le desespera por los elementos
mitológicos de sus textos. Si un hombre de mediana edad cree que el estudio de
la mitología y de los mitos es un relumbrón o lujo cultural, sin trascendencia,
debería volver al parvulario. En ellos está escrito el pasado y el futuro. Si
los ciudadanos de hoy lo han olvidado es su problema. Ellos, los mitos, siguen
con su misión porque son permanentes e inalterables. El día en que los
visitantes de un vagón de metro mañanero vayan leyendo a Hesíodo el mundo dará
un vuelco que nos devolverá al origen de los tiempos. A la edad dorada.
¿Dónde están las musas?
¿Dónde está el aire? En todas partes.
Algunos sordos aseguran que no existe la música.
¿Qué no puede ser poesía?
Casi todo y casi nada.
¿Cuál es el último poemario que ha leído?
Finnegans
Wake, de James Joyce. Y, de un autor contemporáneo, he
releído una antología de Gloria
Fuertes.
Si todos leyéramos versos, el mundo…
Insoportable. Cada uno debe encontrar la
poesía en su medio.
Tres autores para vencerlo todo.
Fernando Arrabal, Feliciano de Silva y
Juan Eduardo Cirlot. Me ciño a autores españoles porque si me ubico en el mundo
me resultaría imposible contenerme.
¿Papel y lápiz, teclado o smartphone?
Escribo con teclado por
comodidad. Pero, a menudo, dibujo con la orina garabatos que más tarde me
sugieren imágenes, que luego son palabras, que años más tarde mudan a poemas.
Esta técnica la evito por motivos higiénicos. Pero es la que me aporta mejores
resultados. Me gusta el papel. Las pantallas son como fogonazos de
deslumbramiento, pero en sentido inverso. Soy tan moderno que pronto volveré al
cincel sobre tablillas.
Gran entrevista.
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