lunes, 12 de febrero de 2018

RAÚL HERRERO HERRERO


Raúl Herrero
(Zaragoza, 1973)


Editor y autor dramático, sus últimos poemarios son “Officium Defunctorum” (2005, publicado en bilingüe castellano-francés en 2010), “Los trenes salvajes” (2009) y “Sombra salamandra (Poesía supersónica) en 2016. Es autor del libro de relatos “Así se cuece a un hombre” (2001) y el ensayo-dietario “El Éxtasis” (2002). Fue director y fundador de la colección de poesía El último Parnaso (1993-1998). Ha realizado varias antologías, entre ellas “La luz escondida -Una poética de los ángeles-“ (2010), “Arrabal 80” (2012), “Breve Antología Poética de Antonio Fernández Molina” (2013) y “Credo quia confusum” (2016). Ha sido traducido al inglés, italiano, danés, francés, islandés y búlgaro. Ha colaborado en prensa y revistas literarias, y muestra su obra plástica en exposiciones colectivas e individuales.




¿De qué le salva la poesía?
En todo caso la poesía me condena. La poesía es maldición no bendición. Aunque en el trasunto de la realidad, o de lo que nosotros creemos la realidad, se penetra mejor con el don poético, que no es otro que el de la videncia y la sublimación de contrarios coagulados en un solo gesto. En primer lugar, la poesía me ha concedido la posibilidad de ser un inadaptado, un clochard, un outsider; una intimidación que se acrecienta en mi complacencia por los heterodoxos más ortodoxos de la literatura: benditos, santos, locos, vanguardistas sin camisa ni etiquetas, los más salerosos y avezados del lugar; lo que no es tradición es traición (a menudo se confunde la tradición con el folclore, que es su reverso tenebroso). Ahora bien… mi gata, doña Concha, con la que mi familia y yo compartimos vivienda y “proyecto de vida” (como dicen los más horteras de la villa), me rescató de las garras y arañas de la muerte una noche. El animal me despertó saltando sobre mi vientre, en mitad de un mal sueño que se tornó vomito afinado y desmesurado; de no haberlo hecho probablemente hubiera cruzado el umbral asfixiado en mi propio descomer, como una estrella de rock (lo que es una vulgaridad). Por eso, y por muchas otras cosas, dedico a mi gata doña Concha mi último poemario publicado, hasta la fecha, no sé hagan ilusiones, Te mataré mientras vivas y otros poemas (Coronación supersónica), cuya manifestación material ha tenido ha bien producirse en Pregunta ediciones.

¿Un verso para repetirse siempre?
Lo tengo difícil. Muchos me vienen a la mente durante el día, la noche y la inmediatez. Pero hay uno de mi maestro Antonio Fernández Molina que vuelve a mí a menudo: «Cada día que pasa el tiempo pesa», pertenece a su libro Platos de amargo alpiste, publicado en 1973.  También recuerdo a diario el poema “Cristo Cristal”, de Juan Eduardo Cirlot.

¿Qué libro debe estar en todas las bibliotecas?
Algunos libros deberían adentrarse en las bibliotecas para no salir nunca. Otros, en cambio, podrían añadirse a los anaqueles para que los visitaran propios y extraños. En el terreno de la poesía española del siglo XX los ninguneados Eduardo Chicharro y Antonio Fernández Molina podrían entrar en las bibliotecas y en el canon de una puñetera vez; pero, desde luego, lo que no puede perdonarse bajo ningún concepto en una biblioteca es que no incluya al menos dos pares de todos los libros publicados en mi editorial: Libros del Innombrable. Luego podemos añadir La Biblia, uno de los volúmenes más entretenidos que he leído.

Amor, muerte, tiempo, vida…, ¿cuál es el gran tema?
Todos ellos. Creo como Robert Graves que «todo poema de amor es una loa a la diosa blanca». Pero esos asuntos también pueden tratarse desde el humor. Es triste pretender la originalidad a toda costa. Pero es mucho más sonrojante la pomposidad manida, la repetición de los mismos temas del mismo modo. He oído que hay poetas que se atreven a enmendar los poemas de otros diciendo que donde pone digo deberían haber puesto diego. Pero no caen en la cuenta que es muy posible que el autor evitara la palabra que ellos proponen porque les pareciera demasiado evidente. También los hay que afirman que tal sustantivo jamás debe ir acompañado por tal adjetivo. Es decir, que son anti-poetas, pero no como Nicanor Parra, sino como un desdentado que roe pan duro.

¿Qué verso de otro querría haber escrito?
Algunos cientos. No sé… Los poemas órficos, por ejemplo. Todos los anónimos medievales… y los de Vicente Huidobro… y los de Hildegarda de Bingen, en especial su poesía musical.

¿Escribir, leer o vivir?
¿En serio me pregunta tamaña desvergüenza? La vida es leer y escribir. Cuando juego con mi hijo leo en las palmas de sus manos legendarias epopeyas como los doce trabajos de Heracles. Si me pierdo en los iris fantasmagóricos de mi pareja-esposa (si se me permite esta extravagancia) Esther de inmediato contemplo la figura de Gilgamesh que avanza a grandes zancadas. Si uno se toma la vida demasiado en serio está perdido; y digo seriedad porque a ésta se la confunde con la gravedad. El que muere jugando gana. Desprecio la vida, tal como se entiende en nuestra época, con esa idea del éxito y del trabajo absolutamente repugnantes. Y, si me lo permite, le daré una primicia mundial: “Todo eso es mentira”. El triunfo no es nunca el de la voluntad, sino el voluntarioso conocimiento destinado a aprender a morir, dormir, ¿tal vez planear? ¿Se enciende la llama en el huevo o mis ojos atraviesan las paredes? Me siento en primer lugar lector, luego todo lo demás por añadidura. Escribir es interpretar. ¿Cómo puede lanzarse un violinista a trasladar una partitura a las cuerdas de su instrumento si primero no ha aprendido a leer los diagramas musicales? ¿Cómo puede un poeta lanzarse a escribir sin haber leído al menos tres mil docenas de libros? ¿Sabe que hay de nuevo? Góngora. Es más moderno, en el sentido de nuevo y de trasgresor, no de modernidad —ese invento despreciable— que la mayoría de los poetas. Por desgracia al lector contemporáneo Góngora le desespera por los elementos mitológicos de sus textos. Si un hombre de mediana edad cree que el estudio de la mitología y de los mitos es un relumbrón o lujo cultural, sin trascendencia, debería volver al parvulario. En ellos está escrito el pasado y el futuro. Si los ciudadanos de hoy lo han olvidado es su problema. Ellos, los mitos, siguen con su misión porque son permanentes e inalterables. El día en que los visitantes de un vagón de metro mañanero vayan leyendo a Hesíodo el mundo dará un vuelco que nos devolverá al origen de los tiempos. A la edad dorada.

¿Dónde están las musas?
¿Dónde está el aire? En todas partes. Algunos sordos aseguran que no existe la música.

¿Qué no puede ser poesía?
Casi todo y casi nada.

¿Cuál es el último poemario que ha leído?
Finnegans Wake, de James Joyce. Y, de un autor contemporáneo, he releído una antología de Gloria Fuertes.

Si todos leyéramos versos, el mundo…
Insoportable. Cada uno debe encontrar la poesía en su medio.

Tres autores para vencerlo todo.
Fernando Arrabal, Feliciano de Silva y Juan Eduardo Cirlot. Me ciño a autores españoles porque si me ubico en el mundo me resultaría imposible contenerme.

¿Papel y lápiz, teclado o smartphone?
Escribo con teclado por comodidad. Pero, a menudo, dibujo con la orina garabatos que más tarde me sugieren imágenes, que luego son palabras, que años más tarde mudan a poemas. Esta técnica la evito por motivos higiénicos. Pero es la que me aporta mejores resultados. Me gusta el papel. Las pantallas son como fogonazos de deslumbramiento, pero en sentido inverso. Soy tan moderno que pronto volveré al cincel sobre tablillas.


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